IKEA

El ‘Efecto IKEA’: detrás del modelo de negocio único de la empresa

IKEA no te vende un mueble. Te vende la historia de que lo armaste tú.
Y sí, por eso lo amas más.

Hoy, el truco detrás del imperio sueco.

IKEA no nació para ser una tienda convencional. Desde sus inicios, desafió las reglas del retail y apostó por algo inusual: dejar que el cliente no solo compre el mueble, sino que también lo construya. Esa idea, que para muchos suena a castigo, terminó siendo parte del secreto de su éxito global.

Quien haya entrado a una tienda IKEA lo ha vivido. No es una visita rápida. Es un recorrido largo, casi laberíntico, donde cada giro revela una nueva habitación.

Todo está pensado para inspirarte, hacerte imaginar tu casa de otra forma y, claro, empujarte a llenar el carrito. No hay caminos cortos ni atajos. Y eso no es accidente: es estrategia. Un recorrido fijo que te obliga a ver todo antes de salir.

El efecto funciona porque no se siente como una tienda. Se siente como una experiencia. Y aunque a veces puede parecer frustrante —sobre todo después de la tercera curva—, lo cierto es que funciona.

La mayoría de las personas termina comprando más de lo que pensaba. IKEA no vende solo muebles; vende el sueño de una vida organizada, bonita y accesible.

Pero el verdadero truco no está en la tienda, sino en lo que pasa cuando llegas a casa. Ahí descubres que no compraste un librero. Compraste una caja plana, una llave Allen… y una misión.

Lo llaman el “efecto IKEA”: cuando tú haces el esfuerzo, valoras más el resultado. No importa si sufriste o si sobró un tornillo. El mueble te gusta más porque lo hiciste tú.

La idea no es nueva. En los años 50, cuando las mezclas de pastel instantáneo no se vendían, estas marcas decidieron agregar un paso más: que la gente le pusiera un huevo fresco. Así, el producto se sentía menos artificial. Más hecho en casa. Más tuyo.

Esa es la lógica detrás de IKEA: involucrarte lo justo para que sientas orgullo, pero no tanto como para que renuncies a mitad del proceso.

Detrás de todo eso hay una obsesión que no se ve: el precio. En IKEA, muchas veces el diseño empieza por ahí. Primero definen cuánto debe costar un producto, y luego diseñan hacia atrás.

¿Un foco LED por un dólar? Difícil. Pero si lo lograban, sabían qué millones lo comprarían. Así que hicieron que sucediera. Ese tipo de pensamiento es el que llevó a IKEA a convertirse en el minorista de muebles más grande del mundo, con más de 480 tiendas en 52 países.

Parte de su fuerza está en la mezcla. Puedes encontrar muebles de IKEA en un dormitorio estudiantil y también en la casa de una familia adinerada. Esa es la meta: llegar a todos.

Pero no fue siempre así. En 1943, cuando Ingvar Kamprad fundó la empresa como un negocio de pedidos por correo en Suecia, los muebles bien diseñados eran caros. Eran algo para pocos. IKEA nació para cambiar eso.

Kamprad pensó que si desarmabas los muebles y los empacabas en cajas planas, podías transportar más, almacenar mejor y reducir los costos. La clave estaba en que el cliente hiciera el último paso.

Ese pequeño giro lo cambió todo. Porque con menos gastos logísticos, los precios bajaban. Y con precios más bajos, el acceso se multiplicaba. Esa fue la base de su crecimiento.

Ese principio evolucionó en lo que hoy llaman “diseño democrático”: todo producto debe tener un equilibrio entre forma, función, estética, precio y sostenibilidad. No basta con que sea bonito. Tiene que ser útil, accesible, duradero y respetuoso con el planeta.

Esa filosofía no es discurso de marketing. Es un manifiesto real que cada empleado recibe. Y sí, muchos lo siguen como si fuera una religión.

Al final, IKEA es una empresa que pide mucho de sus clientes: que caminen, que piensen, que carguen, que armen. Pero justamente por eso, la experiencia deja huella.

Tal vez, en un mundo de inmediatez, IKEA entendió algo esencial: cuando inviertes tu tiempo, te enamoras un poco más de lo que compraste. Porque lo hiciste tú. Porque te costó. Y porque, de alguna manera, ahora también es parte de ti.

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